《一千零一夜》連載十四

《一千零一夜》連載十四,第1張

《一千零一夜》連載十四,第2張

Y el médico judío dijo:


RELATO DEL MÉDICO JUDÍO


“La cosa más extraordinaria que me ocurrió en mi juventud es preci­samente esta que vais a oír, ¡oh mis señores llenos de cualidades!

Estudiaba entonces medicina y ciencias en la ciudad de Damasco, Y cuando tuve bien aprendida mi profesión, empecé a ejercerla y a ganarme la vida.

Pero un día entre los días, cierto esclavo del gobernador de Damasco vino a mi casa, y diciéndome que le acompañase, me llevó al palacio del gobernador. Y allí, en medio de una gran sala, vi un lecho de mármol chapeado de oro. En este lecho estaba echado y enfermo un hijo de Adán. Era un joven tan hermoso, que no se habría encontrado otro como él entre todos los de su tiempo.­ Me acerqué a su cabecera, y le deseé pronta curación y completa salud. Pero él sólo me contestó haciéndome una seña con los ojos. Y yo le dije: ¡Oh mi señor, dame la mano!” Y él me alargó la mano izquierda, lo cual me asombró mucho, haciéndo­me pensar: “¡Por Alah! ¡Qué cosa tan sorprendente! He aquí un joven de buena apariencia y de elevada condición, y que está sin embargo muy mal educado.” No por eso dejé de tomarle el pulso, y receté un medicamento a base de agua de rosas. Y le seguí visitando, hasta que, pasados diez días, recuperó las fuerzas y pudo levantarse como de costumbre. Entonces le aconsejé que fuese al hammam y que después volviese a descansar.

El gobernador de Damasco me demostró su gratitud regalándome un magnífica ropón de honor y nombrándome, no sólo médico suyo, sino también del hospital de Damas­co. En cuanto al joven, que durante su enfermedad había seguido alar­gándome la mano izquierda, me rogó que le acompañase al hammam, que se había reservado para él solo, pro­hibiendo entrar a los demás clientes. Y cuando llegamos al hammam se acercaron los criadas dei joven, le ayudaron a desnudarse, cogiendo su ropa y dándole otra, limpia y nueva. Y al ver desnudo al joven, noté que carecía de mano derecha. Y me sorprendió y apenó grandemente el descubrimiento. Y aumentó mi asom­bro cuando vi huellas de varazos en todo su cuerpo. Entonces el joven se volvió hacia mí, y me dijo: “¡Oh médico del siglo! No te asombre el verme como me ves, pues voy a contarte el motivo, y oirás una rela­ción muy extraordinaria. Pero tene­mos que aguardar a estar fuera del hammam.”

Después de salir del hammam llegamos al palacio, y nos sentamos para descansar y. comer luego. Pero el joven me dilo: “¿No prefieres que subamos a la sala alta?” Y yo le contesté que sí, y entonces mandó a los criados que asaran un car­nero y lo subieran a la sala alta, a la cual nos encaminamos. Y los esclavos no tardaron en subir el car­nero asado y toda clase de frutas. Y nos pusimos a comer, y él siempre se servía de la mano izquierda. En­tonces yo le dije: “Cuéntame aho­ra esa historia.” Y él contestó: “¡Oh médico del siglo, te la voy a contar! Escucha, pues.

Sabe que nací en la ciudad de Mosssul, donde mi familia figuraba entre las más principales. Mi padre era el mayor de los diez vástagos que dejó mi abuelo al morir, y cuan­do esto ocurrió, mi padre estaba ya casado, como todos mis tíos. Pero él era el único que tuvo un hijo, que fui yo, pues ninguno de mis tíos los tuvo. Por eso fui creciendo entre las simpatías de todos mis tíos, que me querían muchísimo y se alegra­ban mirándome.

Un día que estaba con mi padre en la gran mezquita de Mossul para rezar la oración del viernes, vi que después de la plegaria todo el mundo se había marchado, menos mi padre y mis tíos. Se sentaron todos en la gran estera, y yo me senté con ellos. Y se pusieron a hablar, versando la conversación sobre los viajes y las maravillas de los países extranjeros y de las grandes ciudades lejanas. Pero sobre todo hablaron de Egipto y del Cairo. Y mis tíos repitieron los relatos admirables de los viajeros que habían estado en Egipto, y de­cían que no había en la tierra país más bello ni río más maravilloso que el Nilo. Por eso los poetas han hecho muy bien en cantar ese país y su Nilo, y dice la verdad el poeta cuando dice:


¡Por Alah! ¡Te conjuro que digas al río de mi país, al Nilo de mi país, que aquí no puedo extinguir la sed, que el Éufrates no puede apagarla sed que me atormenta!


Mis tíos empezaron a enumerar las maravillas de Egipto y de su río, con tal elocuencia y tanto calor, que cuando dejaron de hablar y se fue cada cual a su casa, quedé muy pensativo y preocupado, y no podía apartarse de mi espíritu el grato recuerdo de todas aquellas cosas que acababa de oír con motivo de aquel país tan admirable. Y cuando volví a casa, no pude pegar los ojos en toda la noche, y perdí el apetito.

Averigüé a los pocos días que mis tíos estaban preparando un viaje a Egipto, y rogué con tanto ardor a mi padre, y tanto laboré para que me dejase ir con ellos, que me lo permitió y hasta me compró merca­derías muy estimables. Y encargó a mis tíos que no me llevasen con ellos a Egipto, sino que me dejasen en Damasco, donde debía yo ganar dinero con los géneros que llevaba. Me despedí de mi padre, me junté con mis tíos, y salimos de Mossul.

Así viajamos hasta. Alepo, donde nos detuvimos algunos días, y des­de allí reanudamos el viaje hacia Damasco, adonde no tardamos en llegar:

Y vimos que Damasco es una her­mosa ciudad, entre jardines, arroyos, árboles, frutas y pájaros. Nos alber­gamos en uno de los khanes, y mis tíos se quedaron en Damasco hasta que vendieron sus mercaderías de Móssul, comprando otras en Damas­co para despacharlas en El Cairo, y vendieron también mis géneros tan ventajosamente, que cada dracma de mercadería me valió cinco dracmas de plata. Después mis tíos me deja­ron sólo en Damasco y prosiguieron su viaje a Egipto.

En cuanto a mí, continué viviendo en Damasco, en donde alquilé una casa maravillosa, cuyas bellezas no puede enumerar la lengua humana. Me costaba dos dinares de oro al mes. Pero no me contenté con esto. Empecé a hacer cuantiosos gastos, satisfaciendo todos mis caprichos, sin privarme de ninguna clase de manjares ni bebidas. Y este género de vida duró hasta que hube gas­tado el dinero con que contaba.

Y por entonces, estando sentado un día a la puerta de mi casa para tomar el fresco, vi acercarse a mí, viniendo no sé de dónde, a una joven ricamente vestida, sobrepasando en elegancia a todo cuanto había visto en mí vida. Me levanté súbitamente y la invité a que honrase mi casa con su presencia. No hizo ningún reparo, sino que traspuso el umbral y penetró en la casa gentilmente. Cerré entonces la puerta detrás de nosotros, y lleno de júbilo la cogí en brazos y la transporté al salón. Allí se descubrió, se quitó el velo, y se me apareció en toda su hermo­sura. Y tan hechicera la encontré, que me sentí completamente domi­nado por su amor.

Salí en seguida en busca del man­tel, lo cubrí con manjares suculentos y frutas exquisitas y cuanto era de mi obligación en aquellas circuns­tancias. Y nos pusimos a comer y a jugar, y luego a beber, y de tal manera lo hicimos, que nos embo­rrachamos por completo. Y la no­che que pasé con ella hasta la ma­ñana se contará entre las más ben­ditas.

Al día siguiente creí que hacía bien las cosas ofreciéndole diez dina­res de oro. Pero los rechazó y dijo que nunca aceptaría nada de mí. Después me dijo: “Y ahora, ¡oh querido mío! sabe que volveré a verte dentro de tres días, al anoche­cer. Aguárdame, porque no he de faltar. Y como yo misma me convi­do, no quiero ocasionarte gastos de modo que te voy a dar dinero para que prepares otro festín como el de hoy.” Y me entregó diez dinares de oro que me obligo a aceptar, y se despidió, llevándose tras ella toda mi alma.

Pero, como me había prometido, volvió a los tres días, más ricamente vestida que la primera vez. Por mi parte, había preparado todo lo indis­pensable, y en realidad no había escatimado nada. Y comimos y bebi­mos cómo la otra vez, hasta que brilló la mañana. Entonces me di­jo: “¡Oh mi dueño amado! ¿de ve­ras me encuentras hermosa?” Yo le contesté: “¡Por Alah! Ya lo creo.” Y ella me dijo: “Si es así, puedo pedirte permiso para traer a una muchacha más hermosa y más joven, que yo, a fin de que se divierta con nosotros y podamos reírnos y jugar juntos, pues me ha rogado que la saque conmigo, para regocijarnos y hacer locuras los tres.” Acepté de buena gana, y dándome entonces veinte dinares de oro, me encargó que no economizase nada para pre­parar lo necesario y recibirlas digna­mente en cuanto llegasen ella y la otra joven. Después se despidió y se fue.

Al cuarto día, me dediqué, como de costumbre, a repararlo todo, con la largueza de siempre, y aún más todavía, por tener que recibir a una persona extraña. Y apenas puesto el sol, vi llegar a mi amiga acom­pañada por otra joven que venía envuelta en un velo muy grande. Entraron y se sentaron. Y yo, lleno de alegría; me levanté, encendí los candelabros y me puse enteramente a su disposición. Ellas se quitaron entonces sus velos, y pude contem­plar a la otra joven. ¡Alah, Alah! Parecía la luna llena. Me apresuré a servirlas, y les presenté las bande­jas repletas de manjares y bebidas, y empezaron a comer y beber. Y yo, entretanto, besaba a la joven desco­nocida, y le llenaba la copa y bebía con ella. Pero esto acabó por encen­der los celos de la otra, que supo disimularlos, y hasta me dijo: “¡Por Alah! ¡Cuán deliciosa es esa joven! ¿No te parece más hermosa que yo?” Y yo respondí ingenuamente: “Es verdad; razón tienes.” Y ella dijo: “Pues llévatela. Así me complace­ras.” Yo respondí: “Respeto tus ór­denes y las pongo sobre mi cabeza y mis ojos.” Me tendí junto a mi nueva amiga. Pero he aquí que al despertarme me encontré la mano llena de sangre, y vi que no era sue­ño, sino realidad. Como ya era de día claro, quise despertar a mi com­pañera, dormida aún, y le toqué li­geramente la cabeza. Y la cabeza se separó inmediatamente del cuerpo y cayó al suelo.

En cuanto a mi primera amiga, no había de ella ni rastro ni olor. Sin saber qué hacer, estuve una hora recapacitando, y por fin me decidí a levantarme, para abrir una huesa en aquella misma sala. Levan­té las losas de mármol, empecé a cavar, e hice una hoya lo bastante grande para que cupiese el cadáver, y lo enterré inmediatamente. Cegué luego el agujero y puse las losas lo mismo que antes estaban.

Hecho esto fui a vestirme, cogí el dinero que me quedaba, salí en bus­ca del amo de la casa, y pagándole el importe de otro año de alquiler, le dije: “Tengo que ir a Egipto, donde mis tíos me esperan.” Y me fui, precediendo mi cabeza a mis pies.

Al llegar al Cairo encontré a mis tíos, que se alegraron mucho al verme, y me preguntaron la causa de aquel viaje. Y yo les dije: “Pues únicamente el deseo de volverlos a ver y el temor de gastarme en Damasco el dinero que me quedaba.” Me invitaron a vivir con ellos, y acepté. Y permanecí en su compañía todo un año, divirtiéndome, comien­do, bebiendo, visitando, las cosas interesantes de la ciudad, admirando el Nilo y distrayéndome de mil ma­neras. Desgraciadamente, al cabo del año, como mis tíos habían realizado buenas ganancias vendiendo sus géne­ros, pensaron en volver a Mossul; pero cómo yo no quería acompa­ñarlos, desaparecí para librarme de ellos, y se marcharon solos, pensan­do que yo habría ido a Damasco para prepararles alojamiento, puesto que conocía bien esta ciudad. Des­pues seguí gastando, y permanecí allí otros tres años, y cada año mandaba el precio del alquiler a mi casero de Damasco. Transcurridos los tres años, como apenas me que­daba dinero para el viaje y estaba aburrido de la ociosidad, decidí vol­ver a Damasco.

Y apenas, llegué, me dirigí a mi casa, y fui recibido con gran alegría por mi casero, que me dio la bien­venida, y me entregó las llaves, enseñándome la cerradura, intacta y provista de mi sello. Y efectivamen­te, entré y vi que todo estaba como lo había dejado.

Lo primero que hice fue lavar el entarimada; para que desapareciese toda huella de sangre de la joven asesinada, y cuando me quedé tran­quilo me fui al lecho, para descansar de las fatigas del viaje. Y al levantar la almohada para ponerla bien, en­contré debajo un collar de aro con tres filas de perlas nobles. Era preci­samente el collar de mi amada, y lo había puesto allí la noche de nues­tra dicha. Y ante este recuerdo derramé lágrimas de pesar y deploré la muerte de aquella joven. Luego oculté cuidadosamente el collar en el interior de mi ropón.

Pasados tres días de descanso en mi casa, pensé ir al zoco, para bus­car ocupación y ver a mis amigas. Llegué al zoco, pero estaba escrito por acuerdo del Destino que había de tentarme el Cheitán y había de sucumbir a su tentación, porque el Destino tiene que cumplirse. Y efectivamente, me dio la tentación de deshacerme de aquel collar de oro y de perlas. Lo saqué del interior del ropón, y se lo presenté al corre­dor más hábil del zoco. Éste me invitó a sentarme en su tienda, y en cuanto se animó el mercado, cogió el collar, me rogó que le espe­rase, y se fue a someterlo a las ofertas de mercaderes y parroquia­nos. Y al cabo de una hora volvió, y me dijo: “Creí a primera vista que este collar era de oro de ley y perlas finas, y valdría lo menos mil dinares de oro; pero me equivoqué: es falso. Está hecho según los arti­ficios de los francos, que saben imitar el oro, las perlas y las piedras preciosas; de modo que no me ofre­cen por él más que mil dracmas, en vez de mil dinares:” Yo contesté: “Verdaderamente, tienes razón. Este­ collar es falso. Lo mandé construir para burlarme de una amiga, a quien se lo regalé. Y ahora esta mujer ha muerto y le ha dejado el collar a la mía; de modo que hemos decidido venderlo por lo que den. Tómalo, véndelo en ese precio y tréeme los mil dracmas.” Y el astuto corredor se fue con el collar, después de ha­berme mirado con el ojo izquierdo”

  En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

位律師廻複

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