《一千零一夜》連載二十二

《一千零一夜》連載二十二,第1張

《一千零一夜》連載二十二,第2張

PERO CUANDO LLEGÓ LA 37a NOCHE


Prosiguió en esta forma:


Al morir el mercader Ayub les dejó grandes riquezas, y entre otras cosas, cien cargas de sederías, bro­cados ytelas preciosas, y cien vasijas llenas de vejigas de almizcle puro. Todo cuidadosamente empaquetado, y en cada fardo se veía escrito con grandes caracteres: DESTINADO A BAGDAD, pues Ayub no pensaba morirse tan pronto, y quería ir a Bagdad para vender sus preciosas mercancías.

Pero llamado a la infinita miseri­cordia de Alah, y pasado el tiempo del luto, el joven Ghanem pensó realizar el viaje a Bagdad que tenía proyectado su padre. Despidióse, pues, de su madre, de su hermana Fetnah, de sus parientes y de sus vecinos, y se fue al zoco, donde alquiló los camellos necesarios, cargó en ellos sus fardos, y aprovechó la salida de otros comerciantes para Bagdad a fin de ir en su compañía, y así marchó, después de poner su suerte en manos de Alah el Altísimo. Y Alah lo resguardó de tal modo, que no tardó en llegar a Bagdad sano y salvo con todas sus mercaderías.

Apenas llegado a Bagdad, se apre­suró.a alquilar una casa hermosísi­ma, que amuebló suntuosamente, ten­diendo por todas partes magníficas alfombras, colocando divanes y almo­hadones, sin olvidar los cortinajes en puertas y ventanas. Después man­dó descargar todas las mercaderías y descansó de las fatigas del viaje, esperando tranquilamente que todos los mercaderes y personas notables de Bagdad fuesen, unos tras otros, a desearle la paz y darle la bienve­nida.

Pero después pensó en ir al zoco para vender parte de sus mercancías, y mandó hacer empaquetar diez pie­zas de telas y de sederías finas que llevaban marcado el precio en unas etiquetas. En seguida se dirigió al zoco de los grandes mercaderes, y todos salieron a su encuentro y le desearon la paz. Después le llevaron a presencia del jeique del zoco, quien sólo con ver las mercaderías se las compró en el acto. Y Ghanem ben­Ayub ganó dos dinares de oro por cada dinar de mercancías. Y satis­fechísimo de tal ganancia, siguió vendiendo piezas de tela y vejigas de almizcle, ganando dos por uno durante todo un año.

Un día, a principios del otro año, fue al mercado, según su costumbre, pero encontró todas las tiendas cerra­das, lo mismo que la puerta prin­cipal del zoco. Y como no era fiesta, se asombró mucho y preguntó la causa. Le contestaron que acababa de fallecer uno de los principales mercaderes y que los demás habían ido a enterrarle. Y uno de los tran­seúntes le dijo: “Bien harías en ir también a acompañar al entierro, pues te lo tendrán en cuenta.” Y contestó Ghanem: “Me parece muy justo, pero quisiera saber dónde son los funerales.” Indicáronle el sitio, entró en una mezquita cercana, hizo sus abluciones, y se dirigió a toda prisa al lugar indicado. Mezclóse entonces con la muchedumbre de mercaderes, los acompañó a la gran mezquita, en donde se dijeron las oraciones de costumbre. Luego la comitiva emprendió el camino del cementerio, que estaba situado fuera de las puertas de Bagdad. Entraron en él y fueron atravesando tumbas, hasta llegar a aquella en que iban a depositar el cadáver.

Los parientes habían levantado una tienda, colocándola de suerte que cubriera el sepulcro, colgando en ella lámparas, antorchas y faroles. Y todos pudieron entrar para res­guardaráe debajo del toldo. Entonces se abrió la tumba, se depositó el cadáver, y se puso la losa. Luego los imanes y demás ministros del culto y los lectores del Corán empe­zaron a leer, sobre la tumba los versículos del Libro Noble, y los capí­tulos prescritos. Y los mercaderes y los parientes se sentaron en corro sobre las alfombras tendidas debajo del toldo, y oyeron religiosamente las santas Palabras. Y Ghanem ben-­Ayub; aunque tenía prisa por volver a su casa, no quiso retirarse en seguida por consideración hacia los parientes, y se quedó con ellos.

Las ceremonias religiosas duraron hasta el anochecer. Entonces llega­ron los esclavos con bandejas llenas de manjares y dulces, y los repartieron entre los presentes, que comieron y bebieron hasta la hartura, según es costumbre en los entierros. Después les presentaron las jofainas y los jarros, y todos los comensales se lavaron las manos, y ea seguida fueron a sentarse en corro, silencio­samente, como suele hacerse.

Pero pasado un largo rato, como la sesión no se iba a terminar hasta la mañana siguiente, Ghanem em­pezó a alarmarse por las mercade­rías que había dejado en su casa sin nadie que las guardase. Y temió que se las robaran los ladrones, y dijo para sí: “Soy extranjero, y tenien­do como tengo fama de hombre rico, si paso una noche fuera de mi casa los ladrones la saquearán, y se llevarán mi dinero y las mercan­cías que me quedan.” Y como sus temores fuesen mayores cada vez, se decidió a levantarse y se disculpó con los demás diciendo que iba a evacuar una necesidad apremiante, y salió a toda prisa. Echó a andar a obscuras, y fue caminando hasta que llegó a las puertas de la ciudad. Pero como ya era media noche, encontró la puerta cerrada, y no vio a nadie, ni oyó ninguna voz huma­na. Solamente oía el ladrar de los perros y los chillidos de los chacales que sonaban a lo lejos mezclados con los aullidos de los lobos. En­tonces, asustadísimo, exclamó: “¡No hay fuerza ni poder más que en Alah! Antes temía por mis riquezas y ahora he de temer por mi vida.” Y empezó a buscar un albergue donde pasar la noche, y al fin en­contró una turbeh junto a la cual había una palmera. Una puerta esta­ba abierta y Ghanem entró por allí, y se tendió a conciliar el sueño, pero no podía dormir, pues estaba aterrado de verse solo en medio de las tumbas. Y se puso de pie, y abrió la puerta y miró hacia afuera. Y vio una luz que brillaba a lo lejos, cerca de las puertas de la ciudad. Se dirigió hacia aquella luz, pero entonces vio que ésta se acercaba por el camino que conducía a la turbeh en que él se encontraba. Entonces Ghanem tuvo más miedo, retrocedió precipitadamente, se me­tió de nuevo en la turbeh, y cuidó de cerrar la puerta, que era muy pesada. Pero no se tranquilizó hasta que se hubo subido a lo alto de la palmera para esconderse entre el ramaje. Desde allí vio que la luz se iba acercando, hasta que acabó por ver a tres negros, dos de los cuales llevaban un enorme cajón y el tercero una linterna y unos azadones. Al llegar a la turbeh se detuvo muy sorprendido el negro que llevaba el farol. Los demás le dijeron: “¿Qué ocurre, ¡oh Sauab!?” Y Sauab respondió: “¿No lo veis?” Y dijo uno de los otros: “¿Pero qué he de ver?” Y Sauab replicó: “¡Oh Kafur! ¿no ves que la puerta de la turbeh, que habíamos dejado abierta esta tarde está cerrada y con el cerrojo echado por dentro?” Enton­ces el tercer negro, llamado Bakhita, exclamó: “¡Qué poco entendimiento tenéis! ¿Ignoráis que los propieta­rios de estos campos salen todos los días de la ciudad y vienen a descansar aquí después de examinar sus plantaciones? ¿No sabéis que cuidan de cerrar la puerta en cuanto anochece por temor de que los sor­prendamos nosotros los negros, pues saben que si los cogemos los asamos vivos y nos comemos su carne blan­ca?” Entonces Kafur y Sauab dijeron al otro negro: “¡Oh Makhita! Ver­daderamente no puedes presumir de inteligencia.” Pero Bakhita re­plicó: “Veo que no- me creéis hasta que encontremos al que estará escondido, y os advierto anticipada­mente que si hay alguien en la tur­beh, al ver acercarse nuestra luz se habrá subido, aterrorizado, a la copa de la palmera. Y allí lo encontra­remos.”

Y aterrado Ghanem, pensaba: ¡Qué negro tan listo! ¡Confunda Alah a todos, los sudaneses por su perfidia y su malignidad!” Después, muerto de miedo, dijo: “¡No hay fuerza ni poder más que en Alah el Altísimo y el Omnipotente! ¿Quién me podrá salvar ahora de este peligro?”

Y los dos negros dijeron al que llevaba el farol: “¡Oh Sauab! sube a lo alto del muro, y salta dentro de la turbeh, y ábrenos la puerta, pues estamos muy cansadas del peso de este cajón encima del cuello y de los hombros. Y si nos abres la puerta, te preservaremos al más rollizo de los individuos que cojamos ahí dentro, y te lo coceremos muy en su punto, dorándole la piel, cuidando que no se desperdicie ni una gota de grasa.” Pero Sauab contestó: “Como tengo tan poca inteligencia, refiero que tiremos este cajón por encima de la tapia, ya que nos han dado la orden de dejarlo en esta turbeh.” Pero los otros dos negros contestaron: “Si lo tiramos como dices, se hará peda­zos:” Y Sauab replicó: “Pero si entramos en la turbeh, acaso nos sorprendan los bandidos que ahí sue­len ocultarse para asesinar y desva­lijar a los viajeros. Ya sabéis que en ese sitio se reúnen por la noche todos los bandoleros para repartirse el botín.” Los otros dos negros dije­ron. “¿Es posible que seas tan in­feliz que creas semejantes maja­derías?”

Y dejando el cajón en el suelo, escalaron la pared, saltaron dentro de la turbeh y corrieron a abrir, mientras el otro les alumbraba desde fuera. Metieron entre los tres el cajón, cerraron la puerta y se sen­taron a descansar en la turbeh. Y uno dijo: “Verdaderamente, ¡oh hermanos! que estamos rendidos de tanto caminar y por el trabajo que hemos hecho. Y he aquí que es media noche. Descansemos algunas horas, y después abriremos la zanja para enterrar este cajón, cuyo con­tenido ignoramos. Luego del descan­so podremos trabajar mejor. Y para pasar agradablemente estas horas de reposo, cuente cada uno cómo ha llegado a ser eunuco y por qué se le mutiló, relatándolo todo desde cl principio hasta el fin. De está ma­nera pasaremos la noche agrada­blemenie.”

Y en este momento de su narra­ción, Schahrazada vio clarear el día y se calló discretamente.


PERO CUANDO LLEGÓ LA 38a NOCHE


Ella dijo:


He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que cuando uno de los ne­gros sudaneses propuso que cada uno contase la historia de su mutila­ción, el negro Sáuab, portador de la linterna y los azadones, tomó la palabra, y como los otros se rieran, repuso: “¿De qué os reís? ¿De que sea el primero en contar por qué me mutilaron?” Y los otros dijeran: “Nos parece muy bien. ¡Te escucha­mosl”

Entonces el eunuco Sauab dijo:


HISTORIA DEL NEGRO SAUAB, PRIMER EUNUCO SUDANÉS


“Sabed, ¡oh mis hermanos! que apenas tenía cinco años de edad cuando el mercader de esclavos me sacó de mi tierra para traerme a Bagdad, y me vendió a un guardia de palacio. Este hombre tenía una hija que en aquel momento contaba tres años. Fui criado con ella, era la diversión de todos cuando jugaba con la niña, y bailaba danzas muy graciosas y le cantaba canciones. Todo el mundo quería al negrito.

Juntos crecimos de- aquel modo, y yo llegué a los doce años y ella a los diez. Y nos dejaban jugar juntos. Pero un día entre los días, al encon­trarla sola en un sitio apartado, me acerqué a ella, según costumbre. Precisamente acababa de tomar un baño en el hamman, y estaba deli­ciosa y perfumada. En cuanto a su rostro, parecía la luz en su décima cuarta noche. Al verme corrió hacia mí, y nos pusimos a jugar y a hacer mil locuras. Y la estreché entre mis brazos, mientras que ella se me col­gaba del cuello apretándome con to­das sus fuerzas.

Una vez terminada la cosa, la niña se echó a reír otra vez, y volvió a besarme, pero yo estaba aterrado con lo que acababa de ocurrir, y me escapé de entre sus manos, corriendo a refugiarme en la casa de un negro amigo mío.

La niña no tardó en volver a su casa, y la madre, al verle sus vesti­dos en desorden lanzó un grito. Y se cayó al suelo, desmayada de dolor y de ira. Pero cuando vol­vió en sí, como la cosa era irre­parable, tomó todas las precauciones para arreglar el asunto, y sobre todo para que su esposo no supiera la desgracia. Y tal maña se dio, que pudo conseguirlo. Transcurrieron dos meses y aquella mujer acabó por encontrarme, y no dejaba de hacer­me regalitos para obligarme a volver a la casa. Pero cuando volví no se habló para nada de la cosa, y siguie­ron ocultándoselo al padre, que se­guramente me habría matado, y ni la madre ni nadie me deseaba mal alguno, pues todos me querían mu­cho.

Dos meses después la madre con­siguió poner en relaciones a su hija con un joven barbero, que era el barbero de su padre, y con tal moti­vo iba mucho a casa. Y la madre le dio un buen dote de su peculio particular y le hizo un buen equipo. En seguida llamaron al barbero, que se presentó con todos sus instru­mentos. Y el barbero me ató y con­virtióme en eunuco. Y se celebró la ceremonia del casamiento, y yo que­dé de eunuco de mi amita, y desde entones tuve que ir precediéndola por todas partes, cuando iba al zoco, o cuando iba de visitas o a casa de su padre. Y la madre hizo las cosas tan discretamente, que nadie supo nada de la historia, ni el novio, ni los parientes, ni los amigos.

Desde entonces viví con mii amita en casa de su marido el barbero. De modo que sin peligro y sin des­pertar sospechas pude seguir vivien­do con mi ama, hasta que murie­ron ella, su marido y sus padres. Entonces pasaron a mí todos los bie­nes, y llegué a ser eunuco de palacio, igual que vosotros, ¡oh mis herma­nos negros!' Tal es la causa de que me mutilaran. Y ahora, la paz sea con vosotros.”

Dicho lo que antecede, el negro Sauab se calló, y el segundo negro, Kafur, tomó la palabra y dijo:


HISTORIA DEL NEGRO KAFUR, SEGUNDO EUNUCO SUDANÉS


“Sabed, oh hermanos! que cuan­do sólo tenía ocho años de edad era ya tan experto en el arte de mentir, que cada año soltaba una mentira tan gorda que mi amo el mercader se caía de espaldas. Así es que el mercader, quiso deshacerse de mí cuando antes, y me puso en ma­nos del pregonero, para que anun­ciase mi venta en el zoco, diciendo: ¿Quién quiere comprar un negrito con todo su vicio?” Y el pregonero me llevó por todos los zocos, di­ciendo lo que le habían encargado. Y un buen hombre de entre los mercaderes del zoco no tardó en acercarse, y preguntó al pregonero: ¿Y cuál es el vicio de este negrito?” Y el otro contestó: “El de decir una sola mentira cada año.” Y el mercader insistió: “¿Y qué precio piden por ese negrito con su vicio?” A lo cual contesto el prego­nero: “Sólo seiscientos dracmas.” Y dijo el mercader: “Lo tomo, y te doy veinte dracmas de corretaje.” Y en el acto se reunieron los testi­gos, de la venta y se hizo el con­trato entre el pregonero y el merca­der. Entonces el pregonero me llevó a la casa de mi nuevo amo, cobró el precio de la venta y el corretaje, y se marchó.

Mi amo me vistió decentemente con ropa a mi medida, y permanecí en su casa el resto del año, sin que ocurriera ningún incidente. Pero empezó otro año y se anunció como bendito en cuanto a la recolección y la fertilidad. Los mecaderes le festejaban con banquetes en los jar­dines, y cada, uno pagaba a su vez los gastos del convite, hasta que le tocó a mi amo. Entonces mi amo invitó a los mercaderes a comer en un jardín de las afueras de la ciudad, y mandó llevar allí comesti­bles y bebidas en abundancia, y todos estuvieron comiendo y bebien­do desde por la mañana hasta el mediodía. Pero entonces recordó mi amo que había dejado olvidada una cosa, y me dijo: “¡Oh, mi esclavo! monta en la mula, ve a casa para pedirle a tu ama tal cosa, y vuelve en seguida.” Yo obedecí la orden y me dirigí apresuradamente a la casa.

Y al llegar cerca de ella empecé a dar agudos chillidos y a verter abundantes lagrimones. Y me rodeó un gran grupo de vecinos de la calle y del barrio, grandes. y chicos. Y las mujeres, asomándose a las puertas y ventanas, me miraban asustadas, y mi ama, que oyó mis gritos, bajó a abrirme, acompañada de sus hijas. Y todas me pregun­taron qué ocurría. Y yo contesté llorando: “Mi amo estaba en el jar­dín con los convidados, se ausentó para evacuar una necesidad junto a la pared, y la pared se vino abajo, sepultándole entre los escombros. Y yo he montado en seguida en la mula, y he venido a todo correr a enteraros de la desgracia.”

Cuando la mujer y las hijas oye­ron mis palabras se pusieron a dar agudos gritos, a desgarrarse los vesti­dos y a darse golpes en la cara y en la cabeza, y todos los vecinos acudieron y las rodearon. Después, mi ama, en señal de luto (como suele hacerse cuando muere inespe­radamente el cabeza de familia), empezó a destrozar la casa, a des­truir muebles, a tirarlos por las ven­tanas, a romper todo lo rompible y a arrancar ventanas y puertas. Luego mandó pintar de azul las paredes y echar encima de ellas paletadas de barro. Y me dijo: “¡Mi­serable Kafur! ¿Qué haces ahí inmó­vil? Ven a ayudarme a romper estos armarios, a destruir estos utensilios y hacer trizas esta vajilla.” Y yo, sin esperar a que me lo dijera dos veces, me apresuré a destrozarlo todo, armarios, muebles y cristale­ría; quemé alfombras, camas, corti­nas y almohadones, y después la emprendí con la casa, asolando techos y paredes. Y entretanto, no dejaba de lamentarme y de clamar: “¡Pobre amo mío! ¡Ay mi desgra­ciado amo!”­

Después mi ama y sus hijas se quitaron los velos, y con la cara descubierta y todo el pelo suelto, salieron a la calle. Y me dijeron: ¡Oh Kafur! Ve delante de nosotras para enseñarnos el camino. Llévanos al sitio en que tu amo quedó sepul­tado bajo los escombros. Porque hemos de colocar su cadáver en el féretro, llevarlo a casa y celebrar los debidos funerales.” Y yo eché a andar delante de ellas, gritando: ¡Oh mi pobre amo”' Y todo el mundo nos seguía. Y las mujeres, llevaban descubierto el rostro y la cabellera desmelenada. Y todas ge­mías y gritaban, llenas de desespe­ración. Poco a poco se aumentó la comitiva con todos los vecinos de las calles que atravesábamos, hom­bres, mujeres, niños, muchachas y viejas. Y todos se golpeaban la cara y lloraban desesperadamente. Y yo me divertía haciéndoles dar la vuelta a la ciudad y atravesar todas las calles, y los transeúntes pregunta­ban la causa de todo aquello y se les contaba lo que me habían oído decir, y entonces clamaban: “¡No hay fuerza ni poder más que en Alah, Altísimo, Omnipotente!”

Y alguien aconsejó a mi ama que fuese a casa de walí y le refiriese lo ocurrido. Y todos marcharon a casa del walí, mientras que yo pre­textaba que me iba al jardín en cuyas ruinas estaba sepultado mi amo.”

  En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecerla mañana y se calló discretamente.

位律師廻複

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